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REGISTRO DE OBRAS

Viaje por Italia de A. de Azcárraga (16)

El Panteón. –Paseo por el Janículo. –Basílicas. –El Moisés de Miguel Ángel


El Panteón, como indica su nombre, estaba consagrado a todas las divinidades; era el símbolo de la unión de todos los cultos bajo el Imperio. A principios de la Edad Media, un papa hizo trasladar allí muchos restos de mártires enterrados en las catacumbas, y dedicó el Panteón a la Virgen y a todos los mártires, perpetuando así, en el culto cristiano, su destino original. Pero el nuevo nombre que le dio y que sigue siendo el suyo canónico, Santa maría de los Mártires, no lo conoce casi nadie; popularmente se le llama La Rotonda, a causa de su forma circular.
Su exterior es inarmónico y amazacotado. La cúpula, que es una semiesfera perfecta, esta ahogada por el muro, que solo deja ver el casquete superior. La plana disposición de la fachada rima tan mal con la cilíndrica mole, que parece un añadido extemporáneo, un postizo. Hubo un tiempo en el que el aspecto exterior fue todavía más feo, cuando Bernini le agrego dos pequeños campanarios– ya justamente demolidos– que asomaban tras el frontón y a los que el pueblo dio en llamar «las orejas de burro de Bernini».
El interior del Panteón, en cambio, es de una imponente belleza. Sobre todo, por la vastedad de la cúpula, una de las obras más atrevidas hechas por el hombre y que se conserva intacta desde hace veinte siglos. Tiene cuarenta y tres metros de diámetro por otros tantos de altura, lo que significa que, de haberse completado la superficie esférica, la semiesfera interior seria tangente al suelo. Es la cúpula más grande del mundo– la de San Pedro tiene medio metro menos–, pero lo más interesante de ella es que su decoración radica en su propia estructura. La forman varias filas hasta llegar a la única abertura por donde recibe luz el edificio, un círculo de nueve metros de diámetro a cielo abierto. Cuando llueva, se colara por él muy bien el agua –salvo que algún dispositivo lo evite, detalle que se me olvido preguntar.
Cervantes pone en boca de don Quijote una curiosa anécdota de la visita de Carlos V al Panteón. El emperador subió a la techumbre para contemplar su interior desde el inmenso tragaluz, y más tarde, el caballero romano que le acompañaba le confeso que había sentido el deseo de abrazarse a su Sacra e Imperial Majestad para arrojarse con él y dejar fama eterna en el mundo. El emperador, tras agradecerle que no lo llevara a efecto y otorgarle una gran merced, le prohibió que jamás volviera a estar donde él se hallara, por si otra vez no era capaz de resistir a la tentación.
En los nichos del muro circular, imágenes cristianas han venido a reemplazar las estatuas de divinidades del paganismo. El ritmo alternante de los vacíos de estos nichos y de los macizos del muro, la armonía de proporciones del templo y la grandiosidad del conjunto, hacen de este interior una de las obras maestras de la arquitectura de todos los tiempos. Rafael lo dibujo y quiso ser enterrado allí; Miguel Ángel calificaba de angélico su diseño
El Panteón alberga tumbas reales: la de Víctor Manuel II y la de Humberto I y su esposa, Margarita de Saboya. Son unos mausoleos cuya recargada ornamentación desentona con la grandiosa simplicidad arquitectónica del templo. También contiene las tumbas de varios artistas: Rafael, Carracci, Vignola... La de Rafael, flanqueada por un busto del pintor y otro de su prometida, tiene una lápida con el dístico????? que compuso el cardenal Bembeo: «Aquí yace Rafael, por el que la Naturaleza temió en vida ser vencida, y morir a su muerte».
Resultan extraño, para un español, este aire secular y nacionalista de algunas iglesias del extranjero. Lo digo pensando también en la Abadía de Westminster, atiborrada de estatuas y lapidas de héroes, políticos y escritores ingleses. Pero, al fin y al cabo, en Inglaterra la Iglesia es nacional. Más sorprendente es ver en Italia– como en Santa María del Fiore o Santa Croce en Florencia, o aquí en Roma en el Panteón– esta exaltación de lo nacional.
La plaza de la Rotonda, con su pequeña fuente y su obelisco egipcio, es una plaza muy animada en la que hay varios restaurantes. Entré a uno de ellos, donde almorcé frutti di mare y cotolette alla milanese. Recuerdo que pensaba, mientras comía, que llamar fruta de mar a los mariscos era una graciosa e inesperada metáfora. Y también, que la mejor cocina italiana debía ser la del Norte, por la frecuencia con que en las listas leía platos alla milanese, alla bolognese y a otros estilos de ciudades septentrionales.
Por cierto que en aquel restaurante, que tenía por dentro un aspecto mucho más lujoso de lo que cabía adivinar por su exterior, hice un tanto el paleto. Después de lavarme las manos busqué la toalla vanamente. Se la pedí a una doncellita muy peripuesta, quien se acercó sonriendo a un aparato que yo había confundido con el calentador de agua y, pisando una palanquita, dio salida a la corriente de aire cálido donde me sequé.
La cuenta que después me presentaron superaba con mucho el mérito de los platos y mis normas de tesorería. Tanto, que me hizo pensar si los gangsters italianos de Norteamérica habrían decidido repatriarse y montar restaurantes. O si tal vez el uso del aire caliente era un extra que encarecía la minuta. En cualquier caso, si ustedes van a Roma, les aconsejo que en los restaurantes de aspecto distinguido se atengan al menú o, como allí se dice, al prezzo fisso. Es una precaución saludable.
Pensé que me iría bien un buen paseo para digerir las frutas de mar y el trabucazo. Seguí el Corso Víctor Manuel, crucé el Tíber por el puente de Amadeo de Saboya y luego empecé a subir otra colina famosa y la más alta de Roma, el Janículo, que debe su nombre a un templo que allí hubo dedicado a Jano. En la primera cuesta me detuve ante la encina, ya muerta y apuntalada, a cuya sombra escribió Torcuato Tasso muchos de sus versos.
No sé si les hablé ya de la intensidad y rapidez de la circulación en Roma. Las maquinas– en Italia suelen llamar así los automóviles– corren como exhalaciones. Allí, en la carretera asfaltada que contornea el Janículo, más que ver los coches, los oía. Afortunadamente, el chirrido que hacían al tomar las curvas suplía al prohibido bocinazo. Pero en el centro de Roma el maremágnum circulatorio era tremendo. Una vez que tomé un taxi me decía el conductor:
–Pues ahora no es nada. Hay que ver esto en pleno verano, cuando entra el torrente de máquinas extranjeras. Y en Roma hay matriculadas más de setecientas mil, que aumentan al ritmo de cien mil por año. Es un problema que no tiene solución, salvo la del nudo gordiano.

Ascendiendo por el Janículo llegué a la plaza del Faro, magnifico mirador para contemplar Roma.

En primer término una cinta verde, los arboles de las orillas, señalaba el curso del Tíber; detrás se extendía el inmenso caserío, del que sobresalían las grandes arquitecturas: la mole del castillo de San' Ángelo, con los torreones que le añadió el papa Borgia, y las numerosas iglesias que elevaban sus campanarios y cúpulas al cielo.

Al fondo se veían las amplias manchas verdes de las colinas arboladas: el Pincio, el Esquilino... Destacaba, mas blanco, el monumento a Víctor Manuel II, que si visto de cerca lo encontré enfático y wagneriano, a esta distancia adquiría un indudable empaque. El nombre oficial de este monumento es Altar de la Patria, per su peculiar forma ha hecho que los romanos le llamen irónicamente «la máquina de escribir».

 

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