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Viaje por Italia (20) A. de Azcárraga
(...) Cap. XIII: Sorrento y sus burritos verdes.- Capri, la isla de Tiberio y de Axel Munthe.- La Mágica gruta azul.- La Villa de San Michele
La carretera de Pompeya a Sorrento sigue el trazado de la cornisa marítima, por lo que casi siempre teníamos a la vista el panorama del golfo de Nápoles. John conducía despacio para mejor saborearlo.
Cruzamos un barranco, el de Seiano, poblado de olivos, higueras y nogales. – Toda esta zona fue griega durante varios siglos – dijo John. Ya cerca de Sorrento la costa se hizo más bravia.
De vez en cuando, entre los acantilados, surgían recovecos que albergaban unas playitas encantadoras. Hacía un sol radiante y la atmósfera era de una transparencia diamantina.
– Comprendo que los antíguos poblaran de sirenas un litoral tan bello – decía Harriet. Los hoteles de Sorrento estaban llenos: pero al fin pudimos alojarnos en uno moderno, de gran aspecto. Nuestras habitaciones, en la cuarta planta, tenían una balconada corrida que recaía al mar. Harriet se cambió de traje y después salimos a ver el pueblo.
En la plaza se alquilaban unos pintorescos cochecillos, tan pequeños que, cuando el cochero iba solo, llevaba las riendas desde el asiento posterior. Subimos a una de esas carrozelle, cuyo caballo, muy engalanado, lucía sobre la frente un gran lazo y plumero.
Como detras no cabíamos los tres, Harriet decidio sentarse al lado del cochero, un napolitano parlanchín que advirtió en seguida nuestros países de origen. – Yo casi entiendo más las lenguas extranjeras que los dialectos italianos – nos dijo – Llevo tantos años paseando turistas!
Después nos dio una pequeña lección de linguística comparada que traslado aquí con las reservas naturales. El idioma genovés, según nuestro auriga, tenía la cadencia del portugués; el turinés, la música del francés; el dialecto de Bolzano semejaba mucho al alemán; el veneciano y el napolitano era muy parecidos al español...
Muy parecidos no creo; pero palabras semejantes a las españolas si que las hay en el veneciano, y también en el napolitano, a juzgar por algunas de nuestro cochero. Y a este proposito comenté con mis amigos que me había engañado un poco respecto al italiano. Habia supuesto, por ser Italia el pais del bel canto, que el italiano se hablaría cantando. Pero no es así; la manera de hablar de los italianos más que a canción suena a queja; a una dulce queja que tiene algo de cantinela. El que suena más a canción es el francés.
Hicimos algunas paradas para ver tiendas. Había en ellas gran abundancia de mesitas, cajas y otros objetos de marquetería, y toda clase de prendas bordadas. Los sorrentinos viven del turismo, de la marqueteria y del bordado. De cerámica , lo que más se veía era unos burritos muy graciosos esmaltados en verde.
Había tantos en todas partes que pregunté en una tienda el motivo. – Es porque los burros es lo que más abunda aquí -- me dijo la dependienta con ingenuidad, sin pensar en la malévola interpretación que cabía dar a su frase.
– En España hay una ciudad, Jaén, que les gusta a ustedes – le repliqué igualmente sin malicia, porque precisamente por esa ciudad siento un gran afecto-- .
Jaén es el lugar del mundo donde hay más olivos y también, según creo, más burros.
Bajamos después al puertecillo marinero. Ante las casas, míseras, jugaban unos chiquillos descalzos y andrajosos.
Era la primera vez que me tropezaba en Italia con la pobreza sin tapujos. Supongo que más al Sur –il mezzogiorno irredento – será aún más evidente; pero yo no pasé de aquí.
Me quedé pensando que, al igual que Italia ha suprimido la tercera en los ferrocarriles, tenía que ir también – como todos los países en donde la haya-- a la supresión de esta tercera clase de la sociedad.
Este es, enunciado de un modo simple, el problema del mundo. Un problema difícil de resolver, porque para transformar esta tercera clase en segunda hay que darle, antes que nada, instrucción, verdadera instrucción, que es lo que proporciona luego más ingresos y , por consecuencia, mayor bienestar.
Pero la instrucción es lo que cuesta más dinero, y los países donde es más abundante la tercera clase son, precisamente, los países más pobres. Y no dejarán de serlo en tanto carezcan de instrucción.... En fin, que es la serpiente que se muerde la cola; un círculo que hay que romper, como sea, porque no existe en el mundo otro problema más importante que éste. Sorrento estaba muy iluminado y las tiendas, a las nueve de la noche, todas abiertas. En la plaza había un monumento a Torcuato Tasso, nacido aquí.
En este pueblo pasaron también largas temporadas muchos hombres célebres, entre ellos Stendhal, inventor de la palabra que en aquellos días me calificaba – touriste –, y Wagner, que aquí encontró inspiración para su Parsifal.
– ¿Os habeis fijado en aquella estatua? -- dijo Harriet señalando hacia un lado de la plaza.
Era una imagen de San Antonio Abad, patrono del pueblo; una deplorable figura policromada y con una corona de gas neón que irradiaba luz violeta. En materia de ornamentacion pública, esta estatua fue una de las pocas cosas de notorio mal gusto que ví en Italia. Aquella coronita fluorescente era inolvidable.
Había anochecido cuando volvimos al hotel. Desde nuestro balcón contemplamos al cielo, que mostraba cárdenos desgarrones.
Al fondo del golfo se columbraba la masa oscura del Vesubio y las luces de Napoles, que reflejaba el mar.
En el comedor, en una mesa contígua a la nuestra, cenaba sola una joven esbelta, de melena castaña, vestida con ajustados pantalones negros y una blusa amarilla. Parecía melancólica, y miraba a través de sus gafitas con una mirada dulce y un poco miope.
John y yo hicimos cábalas sobre su nacionalidad y preguntamos a Harriet su opinión. -- Quién, ¿ese pajarito frito? No puede ser más que norteamericana.
Me hizo gracia el calificativo, aplicado por Harriet en español, a aquella jóven que al día siguiente había de darnos un pequeño espectáculo. Al levantarse de su mesa y pasar ante la nuestra, se sonrojo y nos dijo good night con un acento que, en efecto, tenia la nasalidad yanqui.
– Sófocles afirmaba –dijo Hohn-- que el amor vive en las mejillas delicadas de las doncellas.
– Ese Sófocles debia de ser estúpido – sentenció Harriet. Un camarero se nos aproximó para avisarnos que en un local próximo podíamos ver bailar la tarantela napolitana. Era, nos acalaro, una tarantela para extranjeros.
– ¿Para extranjeros? -- dije yo --. Mala cosa... -- Por qué no ir –opino Harriet – . A lo mejor nos encontramos allí con Pajarito Frito.
Pero estabamos francamente cansados y, depsués de tomar café en la plaza, nos fuimos a dormir. Al día siguiente, cuando salí temprano al balcón para contemplar el panorama, ya estaba Harriet asomada a él y a poco salía John.
El mar refulgia tranquilo como una balsa, y la gran transparencia de la atmósfera dejaba ver con todo detalle las edificaciones del lejano Nápoles. Bajamos a Marina Piccola y allí embarcamos en una gasolinera grande, del tipo de las que nuestros puertos llaman golondrinas, para ir a Capri.
La embarcación se fue llenando con un pasaje internacional: franceses, hispanoamericanos, dos parejas de japoneses... Pero, sobretodo, norteamericanos. "No esta mal –pensé-- que viajen y vayan conociendo el mundo estos americanos que hasta ahora lo han dirigido tan mal." Pues así lo creo, aunque su increíble torpeza esté frecuentemente acompañada de buena fe. (...)
Antes de zarpar invadieron la embarcación vendedores de los más diversos artículos: sombreros de paja, gafas de sol, alhajas de coral...Harriet comprobó que aquí hubiera logrado más barato el collar que adquirió en Torre del Greco, lo que a ella le contarió y a John le divirtió bastante.
Un marinero con camiseta rayada y una gran medalla de oro al cuello vendía los conocidos burritos de cerámica. También entró un grueso fraile con una hucha para recoger limosnas entre el pasaje. Y, finalmente, aparecieron unos acordeonistas que empezaron a tocar el Funiculi Funicula y otros aires napolitanos.
Ya en el mar me enteré de que habíamos tenido suerte yendo a Capri ese día; desde hacía siete u ocho, era el primero en que el estado del mar permitía el acceso a la famosa Grotta Azzurra.
Nuestra gasolinera no navegaba sola: muy próximas y en la misma dirección navegaban cinco o seis más que, a un centenar de pasajeros cada una, sumarían buen numero de turistas. Era un bello espectáculo, en la hermosa mañana, ver aquella flotilla surcando veloz el mar azul, acompañada de las notas del Torna a Sorrento y el O Sole mio que desgranaban los acordeones. Cuando empezaron a tocar la canción Santa Lucia, uno de los marineros con voz sorda pero entonada, se puso a cantar:
Sul mare lucicca
l'astro d'argento,
placida è l'onda
prospero il vento.
Venite all'agile,
barchetta mia,
Santa Lucia, Santa Lucia!
Cuando concluyó, Pajarito Frito salió de su languidez para iniciar un aplauso, secundado al punto por John y después por todos los turistas.
El marinero había cantado bien y apasionadamente, en especial la imprecación a su barquita de que viniera ligera – all'agile. Al doblar el cano de Sorrento se nos apareció de golpe la legendaría isla, cuyo nombre de Capri, no se debe como yo creía, a la abundancia de cabras, sino a la que tuvo de jabalíes. El tal nombre no procede del italiano capra, sino del griego Kapreai, que significa jabalí.
(sigue...)