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Viaje por Italia (22) por A. de Azcárraga
...Capitulo XIV, Ante la Plaza de San Pedro.- Los Museos Vaticanos.- "Mea Culpa" en las estancias de Rafael.- La Capilla Sixtina
Aquella mañana, al desembocar en la avenida de la Conciliación, se me apareció al fondo la basilica
de San Pedro, cuya cúpula se escondía tras la fachada a medida que mi taxi iba avanzando.
Rodábamos por entre una espesa riada de automóviles ocupados por graves eclesiásticos, lo que
me hizo recordar que aquel día se iniciaba el segundo periodo del Concilio Vaticano.
Un atasco nos obligo a detenernos y, en un momento, los conductores de los padres conciliares
organizaron una buena zarabanda de bocinazos. Dos monjitas que llevaban un Fiat entraron a
formar parte del coro con la voz aguda de su claxon.
Al llegar a la columnata de Bernini, advertí que la plaza de San Pedro estaba cerrada por una valla de madera.
Solo dejaban pasar a los miembros del Concilio, quienes al descender de sus coches eran asaltados por grupos de colegialas
en demanda de autógrafos.
Aquellos clérigos de las cinco partes del globo, unos con grandes barbas, otros con extraños
bonetes cuadrados o cilíndricos, y todos con trajes talares de los más variados paños y colores,
formaban en la gran plaza de San Pedro, sobre el fondo monumental de la basilica, un cuadro al
estilo de Gentile Bellini.
Junto a la columnata, un sacerdote español que habia ido como turista me hacía un comentario inevitable, aunque justificado por la ocasión:
-- Lo más extraordinario de todo esto es la universalidad.
Mirando la basilica, pensaba que fue una pena haber rectiificado el proyecto de Bramante, perfeccionado por Miguel Angel, en el que la planta tenía forma de cruz griega. Al adoptar al fin la cruz latina y prolongar la nave hacia la plaza, fue también adelantada la fachada, con lo que, visto el conjunto de cerca, la cúpula se oculta y se pierde el grandioso efecto del diseño de Miguel Angel...
Esa fachada añadida después, imponente pero inadecuada, contribuye también a que la basilica aparente menor altura.
Para corregir esa falsa impresión y dar al templo un acceso apropiado, Bernini proyectó su estupenda columnata, con los brazos en abrazo hacia quien llega.
El admirado visitante avanza por entre estas columnas ciclópeas -- veinte metros de altura--,
advierte su tamaño y, como los hemiciclos que forman se continúan por unos tramos rectos hasta
ambos lados de la basilica, el contemplador, aún inconscientemente, restablece la proporción: las
gigantescas columnas próximas a el son iguales a aquellas otras lejanas que, sin embargo, resultan
pequeñas junto al templo....
Como muchas arquitecturas barrocas, la columnata de Bernini es una tramoya escenográfica; pero de una escenografía de la más soberbia calidad. La oscura solidez de ese pétreo anillo realza, por contraste, la luminosidad y amplitud de la plaza; aquella colosal formación de cuatro columnas en fondo hasta sumar casi trescientas, coronada por una balaustrada con ciento cincuenta estatuas, es uno de los conjuntos arquitectónicos más impresionantes y majestuosos de la tierra.
El que a un hombre se le ocurriera una obra de esta envergadura sin más finalidad que el puro ornato es algo asombroso: pero es más asombroso todavía que hallara otro hombre que aceptase la idea y dispusiera de medios para llevarla a cabo. La columnata es el resultado del felíz encuentro de un artista lleno de fantasía con un pontífice resuelto y que disponía del dinero de toda la cristiandad.
...Aquella, a causa del Concilio, no se podía entrar en la basílica, y decidí visitar los museos vaticanos.
Recorrí la pinacoteca, no muy nutrida, pero excelente. Allí admiré una obra maestra de Caravaggio.
El Entierro de Cristo, y en la sala contígua un lienzo de Ribera, El Martirio de San Lorenzo.
La influencia de Caravaggio sobre Ribera resaltaba allí perfectamente; ambos cuadros, en una
visión rápida, casi podrían juzgarse de la misma mano. Pero el italiano, esta vez, superaba al
español.
Rafael estaba bien representado por tres o cuatro grandes lienzos, uno de ellos La
Transfiguración, que a su muerte estuvo colocada junto a su catafalco. Frente a las obras de
Rafael, mi soliloquio siempre era el mismo.
No se puede negar a este artista -- me decía-- su sabiduría de composición, la gracia y el ritmo de líneas y volúmenes...
Pero no me convence. La falta de fuerza, color, originalidad. Su deuda con los demás maestros es considerable.
Unas veces se ven en el reminiscencias de Perugino y Pinturiquio; otras veces se advierte la presencia de Fra
Bartolomeo, Leonardo o Miguel Angel; incluso a Sebastián del Piombo le debe algo. Se dice que fue un ecléctico
genial; pero no creo que haya eclécticos de esa especie.
El preeminente lugar otorgado a Rafael sólo puede explicarse porque, durante varios siglos, el arte
se ha entendido como expresión de belleza, y de la belleza idealizada, que era el dominio natural
de este pintor. Hoy, que se piensa de otro modo, hay que bajarle de su alto pedestal.
Eso es lo que pensaba de Rafael, lo que habia pensado desde hacía años...
Hasta poco rato después, en que dejé de pensarlo para siempre.
Pase por el museo egipcio, que guarda esculturas y sarcófagos de los faraones e incluso algunas
momias; y tambien esculturas de inspiración egipcia hechas por artistas romanos.
Buen material, estas imitaciones, para estudiar el esnobismo extranjerizante y los pastiches
irremediables a que conduce en toda época.
En el Museo Pio-Clementino pasé de largo junto a sus grandes mosaicos; no porque no sean buenos en su clase, sino
porque la producción romana del mosaico siempre me pareció un arte de tercer orden. No así los bustos, de los que en otra
galeria contemplé algunos -- Octavio adolescente, Caracalla -- que constituyen admirables ejemplos de la vocación romana
por el retrato. Como ya creo que dije, y a diferencia de los griegos, que buscaban siempre lo típico y genérico, los romanos
propendían a expresar lo característico, y lo lograron ampliamente.
La galeria de las estátuas, en su mayor parte copias de los originales griegos, es una de las más valiosas galerias vaticanas.
Alli reconocí las célebres Venus, los famosos Apolos y Atletas que nos han hecho familiares las historias del arte.
¡Qué constante obsesión la de estos artistas griegos por la norma, la serenidad y la belleza!
Con alguna excepción, claro. Un ejemplo, el Laoconte. Este grupo escultórico tuvo rara fortuna:
inspiró a Virgilio el segundo canto de la Eneida; a Miguel Angel, los esclavos que guarda el Louvre:
a Lessing, el famoso libro que tituló con ese nombre.
Una fortuna superior a sus méritos, porque el Laoconte pertenece a la época helenistica, esto es,
al barroco- rococó del arte griego, que produjo obras de gran habilidad técnica, pero muy inferiores
a las obras de la epoca clásica y, como esta del Laoconte, de un hinchado enfatismo.
pero muy inferiores a las obras de la época clásica y, como esta de Laoconte, de un hinchado
enfatismo. (...sigue)